Y Dios creó a la Madre

Y Dios creó a la Madre:

Hay historias que no están escritas en los libros, sino en el susurro de lo eterno. Cuenta el Maestro que, en un momento sagrado del tiempo, cuando el mundo aún buscaba comprender el verdadero significado del Amor, Dios quiso ofrecer una imagen viva de su esencia más pura. Así fue como nació la Madre.

En su infinita sabiduría, Dios moldeó un cuerpo único. No era un cuerpo cualquiera, sino un santuario sagrado donde la vida tendría su génesis. Una semilla, apenas un suspiro, hallaría en ella la tierra fértil para crecer, latir, y florecer. Hizo de su vientre un universo

Pero no era suficiente con crear vida. Dios deseaba algo más profundo: un amor que no pidiera nada a cambio, que supiera esperar, que abrazara incluso en el dolor. Entonces, la bendijo con un amor desinteresado, tan inmenso que sería capaz de sanar con una caricia, de iluminar con una palabra, de sostener con solo estar.

Le concedió una inteligencia aguda, pero también un misterioso sexto sentido. Un don sutil para percibir las angustias que no se dicen, para anticiparse a las lágrimas antes de que caigan. Las madres, dijo Dios, sabrán ver con los ojos del alma.

Sabía que proteger la vida sería tarea ardua. Por eso la dotó de una valentía feroz, de una fuerza implacable, de una energía que no conoce límites cuando se trata de cuidar a los suyos. Las madres —pensó— moverán mares, cruzarán tormentas y levantarán montañas por amor.

Finalmente, le encomendó la misión más delicada: ser el pilar cuando todo tiembla. Ser el consuelo cuando hay miedo. Ser la voz serena en medio del caos. Dios sabía que, en los días oscuros, los hijos volverían a su abrazo buscando refugio, y ella siempre estaría ahí: firme, presente, incansable.

Y así, en ese acto sagrado de creación, Dios regaló al mundo una de sus obras más sublimes: la Madre. No es perfecta, porque no se le pidió serlo. Es humana, pero también divina en su entrega, en su amor y en su presencia.
Hoy, al recordarlas, no solo celebramos a quienes nos dieron la vida, sino a quienes nos enseñan, cada día, lo que significa amar sin medida. Que cada abrazo de madre nos recuerde que, tal vez, Dios todavía nos habla… a través de ellas en su presencia y en su recuerdo.

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